En una tarde
soleada de primavera, ante un Martini Rosso, bien cómoda sobre el cojín que me
protege del hierro duro de la silla en la terraza del barrio gótico, miro a mi
abuela mientras ella va consumiendo, poco a poco y con esmero, su cañita. Que
edad tiene para disfrutar de pequeños placeres. Deja la mirada fija en la
paloma que va dando saltitos picando restos de patatas fritas y migas de pan.
Comenta mi abuela con una repentina sonrisa:
-¡Qué
banquete se está dando la paloma!
Queda ella
un momento en silencio y se esfuma la sonrisa de su rostro: vuelven los
pensamientos temerosos ante un futuro incierto de achaques y centelleante
brevedad. La miro sabiendo que se trata de un tesoro que en otra época floreció
y, en su edad marchita, merece el cuidado y la atención. Gozando de cada minuto
ante alguien que me ha dado una fuerte luz antaño, percibo la que ahora me
ofrece con levedad.
Las dos
sentadas, ante el silencio: algún comentario provoca una réplica, y surge de
nuevo una breve conversación. Le siguen momentos de reflexión, un suspiro y el
final desahogo. Desde el trayecto recorrido, aquella que ya conoce el camino me
indica mira esto, atención a aquello. Se cambia las gafas para que su castigada
vista mire la foto del nieto que muestra mi teléfono móvil. Sí, ella es antigua
pero moderna. Sonríe con ligera felicidad. Y así, mientras otros ancianos caen
en el olvido y muchos jóvenes se pierden, dos generaciones lejanas se
encuentran a sí mismas a través del lazo sentimental.