El niño
juega feliz e inocente en la acera con el balón, entre bancos, paseantes y
cerca de los coches. Sin embargo, tiene reflejos para estar al quite de los
peligros, parece que lo tenga todo dominado, si bien lo cierto es que ahí está
su padre vigilante haciendo las veces de ilusionado entrenador proyectando en
su hijo los sueños que tuviera en la infancia, un vago recuerdo de la felicidad
en la cual la ligera brisa que cubre la agradable tarde se elevaba sobre la
frente inundándola de frescura.
Entonces, recuerda, el mundo era una bicicleta
de tres al cuarto y un sauce dejando caer suaves sus hojas verdes cerca de él,
aparcado como estaba con la cháchara pícara de sus amigos, imbuido en un mundo
de aventuras, verdaderas amistades e incipiente amor sublimado hacia la hija
del ferretero, con su pelito moreno dorado por la luz del verano, sus pequeños
pechos amaneciendo.
De golpe,
vuelve al presente: mira a su hijo, le ve feliz y no acierta a salir de un vago
estado de adormecimiento que le acompaña desde que la madurez le llevó a sus
albores, cuando los amigos empezaron a pasar de la sencillez a figurar con una
actitud de postín, la confianza se transformó en estrategia y la alegría por
vivir en el sueño, profundo, de un paraíso que, sí, les alejo de la real
transparencia.
El niño da
un balonazo. Su padre, saliendo de las marismas de la reflexión profunda, se
torna instintivo y salta, corre, azota el balón en dirección al pequeño y cae
al suelo víctima torpe de la falta de práctica. Su hijo ríe a pleno pulmón,
papá se incorpora un poco, todavía sentado, los pantalones sucios por una
pequeña herida de azares deportivos, juegos de infancia que le despiertan al
ver al chaval correr hacia él, lanzarse sobre sus hombros y agitarle de un lado
para otro alborozado.
Y se dan un
beso, conversan como adultos que son niños o niños que son adultos pero, en
definitiva, están en la acera tendidos disfrutando de la brisa de una tarde
suntuosa.