La verdad es
que se había convertido en una gustosa costumbre llevar en la mochila el
pequeño ordenador de camino al despacho que, con sangre, sudor y lágrimas,
tenía alquilado en la calle Vientos del barrio de Bienso. No sé que tiene la
gente contra los barrios suburbiales: si uno tiene reflejos, buenas piernas y
sabe poner la voz en grito, todo va sobre ruedas.
Allí llegué yo
con mi mochila que, además del ordenador, llevaba el túper con la comida para
calentarla en el microondas que me había montado en el despacho. Colgué el
abrigo en el armario mientras el suelo con pelusilla se removía un poco. Saqué
el ordenador y lo dejé en el pequeño escritorio junto a la ventana que daba al
patio interior, minúsculo y sin apenas luz. Una diminuta ventana por la que mi
mirada muchas veces se perdía en reflexiones de índole diversa. Conecté el
ordenador a la fuente de energía para que la batería me fuera fiel durante un
rato y, mientras tanto, puse una infusión de manzana con canela a calentar en
el pequeño microondas.
Durante la
hora intensa que pude aprovechar para desarrollar las notas del sesudo informe
en el ordenador, sentí esa peculiar satisfacción del profesional realizado con
un trabajo que ama, y considera realizar con entrega y provecho. Se acababa la
batería, sin embargo, cuando ya estaba a punto de empezar a desarrollar el
título tercero, y decidí, conociendo a aquella máquina con la complicidad con
que una mujer conoce su cabello, dejarlo en el final del título segundo y
aprovechar para hacerme otra infusión y leer detenidamente los datos adjuntos a
las notas del título tercero.
Estaba yo
trabajando ya en otra oleada de energía sobre el título tercero y me paré a
pensar en lo afortunado que era por poder gozar de un diminuto aparato que, si
bien algún iluminado consideraba estaba anticuado, me llevaba la oficina
encima. Tiempos aquellos en que empleaba la máquina de escribir. Con el título ya
concluido y el trabajo, así, listo para la entrega, pensé en hacerme un
homenaje con un buen cruasán en la pastelería de la esquina. Apagué el
ordenador, a falta de imprimir el trabajo a la vuelta, y salí escopeteado a ese
excelente nido de dulces que mi antigua socia Greta decía no era más que una
fuente de colesterol industrial.
A la vuelta,
tras haber saboreado mi café y mi pastita, me senté en el apañaíco escritorio,
le di al botón de encendido en el ordenador y me empezaron a salir datos y
datos con números interminables y colecciones de letras. Extrañado por la
insólita pérdida de fiabilidad de mi ordenador, decidí apagarlo y esperar unos
minutos a ver si se calmaba para encenderlo de nuevo. Procuré llamar a los
buenos augures mientras miraba hacia el patio interior y, pasados unos minutos,
lo intenté de nuevo convencido de que la repentina pereza de mi compañero de
viaje se habría disipado. Sin embargo, volvieron a aparecer la misma retahíla
de números y letras sin orden ni concierto. Me resultaba imposible transmitir
mi voluntad al ordenador que se había vuelto, de repente arisco.
Nervioso e
irritado, apagué la máquina, traté de considerar la mejor opción para obtener
la impresión del documento concluido y no tuve otra elección que coger la
mochila con el túper y el ordenador y acudir al informático del barrio.
Arrepentido por haberme gastado los duros en el café con la pasta cuando no
sabía el desfase que iba a crear en mis cuentas el imprevisto. Entré con la
curiosidad de quien, como era mi caso, recurre por primera vez a los servicios
de un profesional en particular, pues mi ordenador no había dado nunca
problemas de muelas, fiebre, o similares que se le puedan achacar a un
compañero que es ya como un hermano. Me sorprendió ver la figura de un hombre
con el rostro rojo y venoso, de carácter nervioso y con ciertas manías propias
de su avanzada edad. Me conciencié de que debía cargarme de paciencia y le di
mi mascota.
Lo primero que
me dijo fue que el ordenador no servía para nada, que por el dinero de la
reparación me vendía uno nuevo. Pero a mí no me la cuelan. Un Rolls Royce
Phantom II será un Rolls Royce Phantom II por mucho que pasen los años, me
reafirmé sonriendo ante el nombre que tan cariñosamente le había puesto a mi
ordenador cuando, hacía nada menos que cinco años, me lo regalara mi sobrina
después de acabar la selectividad con excelentes notas y sus padres la
recompensaran con un ordenador más adecuado para sus estudios universitarios de
artes gráficas. Así que, sin demora, lo que hice fue plantarme en seco desde el
fondo del corazón y exteriorizar una diplomacia que le indicaba mi voluntad de
obtener el ordenador reparado. Tras suspirar y chistar un poco, me dijo que
necesitaba un poco de tiempo para mirarlo, y que lo pasara a recoger al día
siguiente a última hora de la mañana. Con toda mi buena voluntad, le dije que
lo necesitaba para media mañana, pues debía entregar el trabajo antes de
mediodía. Me contestó, azorado, que tenía visita con el cardiólogo a primera
hora de la mañana, pero que dada la excepcionalidad del caso se pondría con el
ordenador tras cerrar a última hora y lo tendría listo para cuando llegara al
día siguiente del médico. Se lo agradecí infinitamente y me interesé con
cortesía por su salud. Encogido y con temores, confesó que estaba pendiente de
un by-pass. Le deseé que le fuera bien la prueba, recomendándole calma, y me
fui tranquilo de nuevo al despachito, donde comí pausado las sabrosas
salchichas de mi túper y pasé la tarde trabajando a la vieja usanza: boli y
folio en mano.
Al día
siguiente, llegué a su tienda a la hora convenida. Me extrañó ver el local
cerrado y esperé contando los minutos para recibir mi ordenador, imprimir el
documento y correr a entregarlo para recibir la minuta. Tuve tiempo de
acordarme de toda su familia, pero cuando llegó un cuarto de hora más tarde,
acelerado y con la cara más roja si cabe que el día anterior, me compadecí de
él y no chisté. Entramos en la tienda, me comentó que el ordenador ya
funcionaba perfectamente y se dispuso a encenderlo ante mí para demostrármelo.
Mi viejo Rolls Royce Phantom II seguía emitiendo esas letras y números
aceleradamente y sin concierto. El hombre me juró que lo había arreglado,
despotricó contra las carencias del avejentado aparato y fue alzando y alzando
la voz, y hablando cada vez más rápido. Le temblaban los brazos al gestualizar,
se le inflamaban las venas del cuello, los ojos se desorbitaron por fin y cayó
con toda la fuerza de su cráneo sobre mi querida mascota, que no soportó el
golpe seco y se quebró como años antes se quebrara mi querido scooter en la
autovía del Levante. Caí de rodillas en duelo, me brotaron las lágrimas y los
ojos húmedos dejaron de discernir el entrañable ordenador y aquel cabezón viejo
achacoso que había dado al traste con la fiabilidad alemana de mi mascota y los
ingresos que me debía reportar la entrega del documento.
No soy yo muy
católico, así que no velé a mi Rolls, tan sólo lo entregué a un desguace para
que sus órganos fueran aprovechados por aparatos jóvenes y saludables como lo
fue él en su larga vida. Junto a la pequeña ventana del despacho, todavía triste,
pensaba en qué fortuna quiso deshacer la sociedad que formábamos, el lazo que
teníamos. Y por fin, quitándome una cana de la ceja ante el reflejo del
cristal, pensé que era simplemente que unos y otros nos hacemos
irremediablemente viejos.