jueves, 28 de mayo de 2015

Las noticias del buzón


Cada mañana, Agustín salía hacia el campo de entrenamiento con el interrogante de saber qué cartas habría en el buzón. Era habitual que le enviaran misivas del club deportivo. Respecto a los compañeros que conociera a través de sus viajes por los terrenos de juego nacionales, se trataba de gente con carácter fuerte, curtida a base de lucha pero poco letrada. Agustín agradecía las noches en que su padre le leía cuentos hasta que caía dormido en la cama, el interés que despertó aquella desaparecida figura familiar en él por cultivarse más allá de su irrenunciable sueño deportivo.

Así pues, pocas cartas podía esperar de entrañables compañeros de lances deportivos. Sin embargo, una ocasión en que creyó tener una lesión severa, fue atendido de urgencias por una doctora alicantina que, si bien le devolvió la confianza en su salud, le robó el corazón. Morena, media melena, ojos eternamente azules y penetrante voz suave. Dicen por ahí, recordaba él después, que más vale un instante auténtico que una eternidad de lo común. Sin embargo, él le dejó su dirección; ella le comentó que le escribiría. Y, así, el romance fugaz se convirtió en un idilio que descubría los estados de ánimo en la curvatura de la caligrafía en cartas que, por esperadas, encendían las esencias interiores del joven deportista.


Aquel día tocó carta. La leyó en el autobús de camino al entrenamiento, con la respiración agitada. Una escritura acelerada hablaba de trabajo en el extranjero, la encrucijada de acompañarla en la aventura o seguir en el lugar de sus raíces. Lo cierto fue que, cumplido el sueño de la pasión fugaz, tomó la determinación de seguir con la ruta que le había impuesto su vocación. Pasó toda la mañana observando a sus compañeros en pleno esfuerzo físico, y supo que, como ellos, las elecciones empezaban a convertirle en un hombre moldeado a base de sacrificios que no difuminaban la incerteza del futuro.

viernes, 15 de mayo de 2015

Una Harley echa raíces


Una vida a salto de mata, de las cálidas costas del levante al lluvioso norte gallego. Llega un momento, al llegar con su Harley a Finisterre, tras comer unas ostras en un chulo restaurante, en que siente que, pese a que el mundo sigue dando vueltas y vueltas, él toca tierra firme. Justo en el límite, de lo infinito, firme, sí. Se sube a la roca, acercándose un poco al borde. Su chupa de cuero desabrochada, le entra todo el aire, fresco, llegado a la costa de la aventura atlántica. Mira a lo lejos, respira profundo: la línea del horizonte azul. Tras calarse las gafas, saca el paquete de tabaco y lo mira con un definitivo desdén: la mano fuerte y grande lo estruja y dice vida por fin. Allí donde creyó la Historia que se acababa la tierra, surge el instinto en ese indomado motero de echar raíces. La Harley ruge, se coloca el casco y, las gafas caladas, se acerca al centro del pueblo. Aparca junto a un edificio de cuatro plantas, fachada blanca, y, tras quitarse las gafas de sol, afina la vista para ver, a través de la ventana del primero, una luz encendida. Sus botas suben las escaleras, llama a la puerta y, en el umbral, Rosalía identifica con un hormigueo intenso en el cuerpo que la despierta de golpe al padre, ahora canoso. Al fondo, Laura alza la vista con curiosa despreocupación. Los ojos marrones de ella se cruzan firmes con la mirada profunda y directa en los ojos marinos de Antonio. Cae un jarrón al suelo y se hace el silencio. Luego, las botas negras entran en el hogar, dejando el petate sobre la silla de mimbre junto a la entrada. Con la chica siguiéndole los pasos, se acerca a la mujer y, finalmente, ella da un paso al frente para reunirse con él y fundirse en un profundo abrazo. 

lunes, 4 de mayo de 2015

Ventana abierta


La cabeza revuelta: pensamientos difusos, inconexos y disconformes. El escondite de la mente, que me sirviera para vivir en un ecosistema natural, arcádico, a medida, se revela poco ejemplificante. En mi ideal moralidad, viví tranquilo hasta que, un día, quizá más en pruebas sucesivas, oí el crack, el choque con la práctica realidad, que exigía contacto con la hoja perecedera, los campos en flor que, oh despiste, al cambiar de estación perderían su hermosura. Así, un día peinando canas me di cuenta de que la vida es aquello que una vez acaricié con la yema de los dedos de joven y que, a base de choques, cracks, cracks, progresivos, ha ido llamando a mi ventana de nuevo, con piedrecillas cuya llamada quedaba antaño neutralizada por la sensibilidad apagada. Ahora, abro y dejo el aire puro y fresco entrar. Me fijo en los campos en flor desde la distancia, y cojo una de esas piedrecillas traídas por el viento. Mientras la observo, un pajarillo se ha posado sobre el alféizar, y yo respiro profundamente sintiéndome despertar.