Mi cuerpo nervioso corría de regreso toda la avenida. No
llegaba a tiempo, descuidado por una prolongada comida en una compañía que me
llegó a provocar hastío, al bus que me condujera a mi sesión teatral semanal.
Por lo menos, con el rollo del digestivo mientras escuchaba a aquel mejicano
hablarme de cómo decorar el local de mi futura peluquería, había bajado la
comida.
Corría pensando en Jesús y María, que estarían al borde de
llegar a la cafetería de encuentro de nuestros queridos domingos. Vi una cabina
de teléfono y sentí el impulso de acercarme. Impulso irracional: ya habíamos
salido todos a la conquista del domingo. Me sudaba la camisa, pisé un charco,
fruto de la lluvia del temprano otoño: se me manchó el pantalón y los zapatos
quedaron húmedos. Seguía corriendo, invadido por cierto sentimiento de
impotencia. Al cabo de unos minutos, vencido más por el ánimo que por el fondo
físico, paré.
Respiré profundamente, exhalé un suspiro y pensé que había
sido tonto al no caer en la cuenta de que, visto lo visto, podía gastarme un
pellizco en coger un taxi. Se hizo la sonrisa en mi cara, y giré la mirada, de
la avenida peatonal con grandes sauces, a la carretera. Horas centrales del
día, había poco tránsito de vehículos. No era, sin embargo, cuestión de perder
la esperanza. Caminando, ya, cerca del asfalto, próximo a una amplia plaza
concurrida de ordinario, descubrí que el tránsito es capaz de despertar de la
siesta. ¡Coches, coches! Vi un taxi llegando al paso de peatones y me atreví a
adelantarme un poco. Una moto que no había visto, se me echo encima,
descalabrándome. Deducido porque me levanté medio zombi del suelo, con el brazo
dolorido y mareado.
Lo cierto es que se trata de un recuerdo vago y lo sé más por
el detenimiento con que me contaron la historia después. Sí recuerdo que el
puñetero taxi me acercó al hospital para que me echaran un vistazo. Del tío de
la moto no volví a saber nada, salvo que levantó su herido caballo metálico y
se largó pitando. Algo debía esconder para no querer cobrar del seguro. Como un
personaje de comedia, seguía largando, mientras iba haciendo en mí efecto la
sedación, mi historia a la sugerente doctora que había examinado mi dolorida
mollera.
Al día siguiente, desperté en una sala abarrotada del
hospital y empecé a rebobinar mentalmente. Cuando la enfermera del nuevo turno
me vio espabilado, se acercó para decirme que me esperaba visita. Consentí en
que pasaran y, ni madre, ni padre, ni esposa, ni hijos: ahí estaban los dos
bandidos de mis amigos, que habían escapado al trabajo una mañana de lunes para
contarme que no llegaron a entrar a la obra y luego se acercaron extrañados a
la próxima casa de él en espera de una llamada… y turnaron sus sueños haciendo
guardia en el hospital durante la noche: un rato duermes tú, el otro yo.
Parece que la sugerente doctora quien me examinara había
tenido la agudeza de sonsacarme a quién contactar.