domingo, 23 de agosto de 2015

Frenesí


Mi cuerpo nervioso corría de regreso toda la avenida. No llegaba a tiempo, descuidado por una prolongada comida en una compañía que me llegó a provocar hastío, al bus que me condujera a mi sesión teatral semanal. Por lo menos, con el rollo del digestivo mientras escuchaba a aquel mejicano hablarme de cómo decorar el local de mi futura peluquería, había bajado la comida.

Corría pensando en Jesús y María, que estarían al borde de llegar a la cafetería de encuentro de nuestros queridos domingos. Vi una cabina de teléfono y sentí el impulso de acercarme. Impulso irracional: ya habíamos salido todos a la conquista del domingo. Me sudaba la camisa, pisé un charco, fruto de la lluvia del temprano otoño: se me manchó el pantalón y los zapatos quedaron húmedos. Seguía corriendo, invadido por cierto sentimiento de impotencia. Al cabo de unos minutos, vencido más por el ánimo que por el fondo físico, paré.

Respiré profundamente, exhalé un suspiro y pensé que había sido tonto al no caer en la cuenta de que, visto lo visto, podía gastarme un pellizco en coger un taxi. Se hizo la sonrisa en mi cara, y giré la mirada, de la avenida peatonal con grandes sauces, a la carretera. Horas centrales del día, había poco tránsito de vehículos. No era, sin embargo, cuestión de perder la esperanza. Caminando, ya, cerca del asfalto, próximo a una amplia plaza concurrida de ordinario, descubrí que el tránsito es capaz de despertar de la siesta. ¡Coches, coches! Vi un taxi llegando al paso de peatones y me atreví a adelantarme un poco. Una moto que no había visto, se me echo encima, descalabrándome. Deducido porque me levanté medio zombi del suelo, con el brazo dolorido y mareado.

Lo cierto es que se trata de un recuerdo vago y lo sé más por el detenimiento con que me contaron la historia después. Sí recuerdo que el puñetero taxi me acercó al hospital para que me echaran un vistazo. Del tío de la moto no volví a saber nada, salvo que levantó su herido caballo metálico y se largó pitando. Algo debía esconder para no querer cobrar del seguro. Como un personaje de comedia, seguía largando, mientras iba haciendo en mí efecto la sedación, mi historia a la sugerente doctora que había examinado mi dolorida mollera.

Al día siguiente, desperté en una sala abarrotada del hospital y empecé a rebobinar mentalmente. Cuando la enfermera del nuevo turno me vio espabilado, se acercó para decirme que me esperaba visita. Consentí en que pasaran y, ni madre, ni padre, ni esposa, ni hijos: ahí estaban los dos bandidos de mis amigos, que habían escapado al trabajo una mañana de lunes para contarme que no llegaron a entrar a la obra y luego se acercaron extrañados a la próxima casa de él en espera de una llamada… y turnaron sus sueños haciendo guardia en el hospital durante la noche: un rato duermes tú, el otro yo.


Parece que la sugerente doctora quien me examinara había tenido la agudeza de sonsacarme a quién contactar.

lunes, 3 de agosto de 2015

Odisea de garito


Sentado en el rincón oscuro de una barra de bar, entre personajes despedidos de la vida o que nunca tuvieron el coraje de entrar en ella, se recrea en el sonido de la guitarra calmante que viene de los altavoces. Que si una cerveza cortesía de la belleza de corrompida sonrisa, si salir un momento a la entrada del bar para hacerse partícipe de la tertulia de cigarrito.

 Va anocheciendo entre comparsas, y él va perdiendo la noción de las cosas. No hay tiempo, no hay lugar… más allá de este garito, ¿agujero sin fondo creado por el tiro de una bala traicionera en el centro de la frente? No hay tiempo ni lugar.

La belleza de corrompida sonrisa le ha estado acompañando a lo largo de la travesía de copas y charlas vacías, y, tras una primera gentileza, ya tiene su correspondencia en forma de un paquete de tabaco americano y un chupito, algo duro para calentar motores, pero nada de excesos. Ella, sobria, lo va cargando de sonrisas perdidas en su galanteo, y, cuando lo ve ya con el flanco descubierto, empieza a hacer juegos con su bolso. Le mira a los ojos, obnubilado parece ya, se hermosea un poco junto a la barra y vuelve a jugar con el bolso. Él, perdido en sus sonrisas, deja que ella le acaricie. Nuestro hombre ha perdido la cartera poco antes de caer inconsciente sobre la barra.

La vuelta a la conciencia es una salida del espejismo en medio, todavía, de una brumosa mirada alcoholizada. A tientas, hace un esfuerzo repugnado por salir del local, entre increpaciones por no pagar la cuenta. El camarero le insulta hasta que le ve alejarse, y él va sintiendo, de nuevo, el aire fresco y puro mientras una ligera llovizna va cayendo sobre su cabeza, sus hombros… y le provoca un estremecimiento que le hace despertar de nuevo a sí mismo. Le entra la necesidad de consultar el móvil, siquiera sea por tener una vaga señal de los suyos, y se da cuenta de que se lo han robado. Pero sonríe, porque el recuerdo reciente de los afectos que parecían perdidos resurge. Y sólo había sido por un tramposo acceso de escepticismo.