Aparco el coche, como de costumbre, cuando la madrugada
todavía no piensa en el advenimiento del alba y camino con paso firme,
determinación tras el cansancio, hacia el punto de encuentro con Raquel. El
camino… ¡ah!... ha sido largo. Llegado, la espera se me hace ociosa, quizá por
la tranquilidad que da el peso de la experiencia. Aquello que se llama oficio
adquirido.
Veo despuntar, en la noche profunda, el alba de sus cabellos
rubios, y, tras una sonrisa pícara, apago el cigarro y me pongo en marcha. Nos
saludamos, y le indico el camino hacia mi coche. Una vez dentro, intercambiamos
los paquetes. Ella analiza la joya que yo engarzaría en su cuerpo y yo cuento
el dinero. Nos damos el visto bueno y salimos del coche. La acompaño un pequeño
trecho, hasta que, llegados a la esquina, me guiña el ojo y se pierde al
doblarla.
Determinación tras el cansancio, camino con paso firme
dejando atrás el coche, sabiendo que ha perdido ya toda utilidad. Me pierdo
entre callejas con el mapa bien desplegado en la mente, camino de mi taquilla.
Neones susurrándome la noche, accedo al lugar. La veo a lo lejos, y procedo a
pasar al servicio para cambiarme la ropa. Camuflaje urbanita. Luego, abro la
taquilla, dejo el dinero discreto y me despido de él una temporada. Le perderán
la pista: descansa.
Tras llegar a un hostal, corro las cortinas de la habitación
cuando la llegada del alba coincide con la invitación del terrenal mundo al
sueño. Duermo largo y tendido. Ella con la joya engarzada, entro en su cuerpo
y, luego, cuenta el dinero: las mujeres se lo llevan todo… ¿hasta tu sueño?
Después de un largo y reparador descanso, despierto. Abro las cortinas y me
encuentro, por fin, con la plena luz del día. No, no se ha llevado mi sueño: ha
sido un trabajo bien hecho.